El premio - André Valle


Fue en un día de verano, el sol resplandecía con fuerza y las gotas de sudor bajaban por mi espalda. Esas vacaciones las habíamos pasado de un lugar a otro sin ningún plan.  El calor era tal que sentías tu piel derretirse.

Mi compañera y yo corrimos hacia la primera sombra que estaba a la vista. Entre respiraciones agitadas y bocanadas de aire llegamos al cine de la plaza. Pensamos que sería una buena manera de pasar la tarde. Ella estaba interesada en una película romántica mientras que mi atención fue directo a un thriller de espías. Una moneda y toda la suerte del día se encargaron de llevarnos a un viaje por la Unión Soviética. 

La fila era larga, las personas se apretujaban unas contra otras esperando de esa manera avanzar más rápido. Los chistes que terminaban en carcajadas y el aire acondicionado hacían soportable nuestra desafortunada situación. Las funciones estaban todas llenas, tendríamos que esperar al menos un par de horas para que iniciara la película.

Mi estómago empezaba a cantar como una ballena y lo que nos sobraba era tiempo. Por primera vez en el día ambos estuvimos de acuerdo en algo: debíamos ir a comer. La plaza tenía una gran variedad de lugares para elegir, pero mi amor a la pizza fue mayor que las ganas de probar algo nuevo. Mientras yo compraba nuestra comida, ella vio a lo lejos una brillante máquina de peluches. Su mirada se iluminó. Le hice una seña de aprobación con la cabeza y se dirigió hacia el juego para niños.

Yo sabía que esas máquinas estaban arregladas, pero no tenía sentido tratar de convencerla, ella hacía lo que quería. Jugó un par de veces sin lograr nada, yo la veía mientras comía. Al inicio se notaba calmada. Poco a poco avanzaba, estaba segura de que podría lograrlo, cada vez más cerca del premio que tanto quería. Pero cada vez que la pinza soltaba la foca de peluche, ella perdía más la compostura. 

No era capaz de ocultar el estrés en el que estaba sumergida, aunque su orgullo no la dejaba desistir. No se trataba ya de ese muñeco. Había gastado su tiempo y dinero. No iría a ningún lado sin su premio. Golpeaba la máquina con enojo. La gente la veía batallar. Ella podía escucharlos, pero no les prestaba atención, estaba concentrada en su lucha. 

De la nada, uno de los espectadores se acercó, era un pequeño niño. No tardó en dejar claras sus intenciones, él deseaba la misma foca que la chica trataba de sacar. Entraron en una discusión, pero el chico jamás se alejó. Con tanta presión encima, ella solo podía seguir metiendo monedas a la máquina, una tras otra sin parar. Movía la palanca de lado a lado y golpeaba la base metálica cada vez más fuerte cuando la fuerza de gravedad hacía de las suyas.

Algo en su rostro me pedía que me acercara. Se le habían acabado las monedas. Busqué en mis bolsillos, pero solo tenía dos. Su larga lucha estaba por llegar a su fin. En su primera oportunidad no pudo sostener el animal de felpa. Golpeó con fuerza la máquina y el cristal vibró peligrosamente. La gente sentada alrededor nunca le quitó los ojos de encima. La misma moneda que usamos para decidir qué película ver, esa moneda que se había quedado con toda mi suerte era la que debía lograr el cometido.

Brillaba, más que las otras que había usado. Tenía un grabado de Emiliano Zapata, un símbolo de resistencia; pero para ella solo era otra moneda, un medio para lograr un fin. Introdujo la moneda y tomó con sus dos manos la palanca, sus ojos permanecieron abiertos, no pestañeó ni una sola vez. La pinza sostenía a la foca. Ella la movía de un lado al otro y la dejó caer en el lugar correcto. La volteé a ver, su rostro tenso mostraba una felicidad que no es común ver. Le pedí que no gritara, se lo supliqué. Sostuvo fuerte al animal, dio la vuelta con altanería y observó a las personas sentadas que aplaudían su esfuerzo recompensado. Luego se marchó.


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