El más pequeño engrane - G.S.

Es una noche de diciembre de 2008 y es la primera vez que consumes cannabis. A pesar de todos los álbumes de música punk que has escuchado y todas las canciones de reggae que has cantado sobre la legalización, tienes miedo. 

Piensas en tus parientes “marihuanos” que están en la cárcel por robar para comprar su droga. Piensas en los indigentes que viven en el río y que tus padres llaman “marihuanos”. Piensas en qué dirían ellos, tus padres -justo en el momento que te envían un mensaje diciendo que andes con cuidado-, si se enteraran.

Estás en una posada navideña de la licenciatura. La prima de tu novia te invita al patio trasero y te pasa el humo de su boca mientras suena Break On Through de The Doors. Lo sientes inundar tus pulmones, cálido y suave. La ves reír y volver a entrar a la casa. Después de ver con otros ojos  múltiples Cerros Colorados , fumas directo de una manzana. Toses mucho. Ves a un perro con una piedra en el hocico y sientes que, por alguna razón, tienen un vínculo especial. Juegas a lanzarle la roca y, cada vez que regresa, trae una distinta. Pierdes la noción del tiempo y el espacio.

De pronto, todo el estrés relacionado con la posibilidad de convertirte en un indigente o en un criminal, desaparece. El juego parece transformarse en una sesión meditativa. Es un juego primordial entre hombre y bestia. Ríes más cada vez que el perro regresa con una roca completamente distinta, no puedes evitar burlarte de su imbecilidad. A él no parece importarle, es feliz. Y tú eres feliz viéndolo correr. 

Piensas que el cannabis tal vez no es tan malo. Piensas que la lucha por el derecho a consumir tiene una base sólida, no sólo medicinalmente -contrarrestando los efectos de la quimioterapia, o ayudando a frenar espasmos- sino también en el área del autoconocimiento. Piensas que si todo el mundo estuviera en paz consigo mismo, se acabarían muchos de los problemas de la actualidad. En ese momento, realmente crees que la “mota” puede salvar el mundo. Regresas a casa sintiéndote muy bien y casi convencido de haber llevado a cabo una labor social.

Unos tres o cuatro días después, un acontecimiento sacude a la ciudad de Tijuana: Cuelgan a un hombre de un puente. Para ti es aún peor, es un amigo de la infancia de tu padre. Aquel hombre es una víctima más del narcotráfico. 

Sientes que, de alguna manera, casi microscópicamente, las personas que consumen droga de manera ilegal tienen un poco de culpa en este asunto. Tú sientes un poco de culpa. Tú, que quieres convertir al mundo en un lugar sin violencia, te sientes como un engrane indispensable en una singular máquina de destrucción. Sabes que, en ese año, hubo más de tres mil muertes relacionadas con el tráfico de drogas en México. Alguien dirá que no, que fue una sola vez, que fue un sólo toque, pero lo mismo se dice de las colillas de cigarro. De nuevo te sientes un criminal, uno mucho peor. Sin embargo, sólo puedes ver en silencio mientras tus padres se arreglan para ir al funeral.


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