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Ulises - Adrian Martinez Gómez




El atardecer comenzó a presentarse. Los automóviles transitaban de manera lenta y las farolas de los coches tomaron vida una a una.
Caminaba a paso tranquilo por la calle tercera en la zona centro de Tijuana B.C. Vestía unos jeans de color azul,una camisa con un diseño floral (herencia de mi abuelo ya fallecido), y unos converse ya algo desgastados. Llevaba conmigo una mochila y una cámara fotográfica (ahora ya averiada) colgando de mi cuello.
El trémulo destello de un anuncio en un 7-eleven despertó en mí un recuerdo de muchos años atrás. Rememoré que siempre, al salir del colegio, mi gran amigo de la infancia Jorge, y yo, caminábamos tres cuadras hasta llegar a una tienda de la misma franquicia. Ambos comprábamos unos panecillos, un jugo de naranja y regresábamos caminando a casa muy contentos.
Esa noche, entré decidido a buscar los mismos panecillos y el mismo jugo de naranja que me volverían a acompañar de regreso a casa. Para mi suerte, seguían en el mismo pasillo de siempre, así que los tomé y me dirigí a pagarlos.
Al salir del establecimiento, mientras guardaba el cambio de mi compra en un bolsillo, se me acercó un niño cuya edad oscilaba entre los siete y diez años. Viendo muy emocionado la cámara que colgaba de mi cuello, me preguntó mientras señalaba el aparato:
¡Wooooow! ¿Es tuya?
Sí – respondí. –¿Te gusta?
¡Es muy bonita! – Vociferó él, sonrojado y poniendo una mano sobre su boca.— Me encantaría que nos tomaras una foto a mí y a mis hermanitos. Están una calle más adelante ¿podrías?
Al avanzar la conversación, pude percatarme, por el acento del niño, de que no era oriundo de México. Noté en su mirada un afable sentimiento que me hizo ver efímeramente un alma pura.
¡Claro! Sólo dime por dónde ir, o bien, te sigo – respondí.
De camino a nuestro destino, él confirmó mi teoría: El pequeño y sus hermanos eran originarios de Honduras, y como millones, habían venido en busca del "sueño americano", acompañados por sus padres.
Continuamos el resto del trayecto sin hablar mucho. Me contó que era el mayor de sus hermanos, que su nombre era Ulises y que tenía 11 años de edad.
Llegamos finalmente a donde estaban sus dos hermanos. Sentados en el suelo, se encontraban dos personitas. Eran ellos. Uno tenía aproximadamente ocho años y el otro rondaba los cinco. Ambos eran de aspecto famélico y benévolo. Debajo de ellos había una cobija, y a su alrededor un par de botellas de plástico. Se encontraban en un área poco transitada y frente a un centro nocturno. Ambos se sorprendieron al verme llegar; pero Ulises, al notarlo, les contó a los dos cómo nos habíamos conocido y acto seguido sonrieron.
¿Dónde están sus padres? – interrumpí con una sonrisa.
Al decir esto, noté en Ulises una mirada alejada, muy diferente a la que percibí cuando se me acercó la primera vez.
Mi papá fue a buscar trabajo desde el amanecer. – Respondió Ulises, algo dubitativo – ¡No tarda en estar de vuelta!
Me parece genial, pero ¿y su mamá? ¿están aquí solos?
Después de un cruce entre miradas entre los tres hermanos, Ulises respondió:
Mamá desafortunadamente murió cuando ya veníamos camino pa’ acá. Ahora estamos durmiendo aquí mientras conseguimos un hogar.
Al notar que los tres pequeños comenzaban a desanimarse, encendí mi cámara fotográfica. Inmediatamente sus rostros cambiaron, se abrazaron y mostraron -a mí y a mi cámara- una sonrisa a prueba de todo obstáculo en la vida. Seguido de eso, todos fuimos a una tienda a comprar golosinas.
Al regresar, nos encontramos con la sorpresa de que su papá ya estaba ahí: un hombre alto, robusto, de tez morena y una larga cabellera castaña. Por obvias razones, el caballero se mostró a la defensiva al verme llegar con sus hijos; pero tras verlos a los tres muy felices con las golosinas que habíamos comprado, y la fotografía que les había tomado, volteó a verme y me ofreció la  misma sonrisa que su hijo Ulises, sólo que con el aire de un guerrero que es también alguien vulnerable.
Conversamos un rato hasta que tuve que regresar a casa. Me despedí de los tres pequeños y de su papá. Extendí con mi mano dos billetes de cincuenta pesos, pero el caballero los rechazó.
Hiciste feliz a mis hijos, por un momento, mientras yo no estaba. Creo que quien te debe algo a ti soy yo– murmuró él. Afortunadamente, hoy conseguí un empleo, así que podré ofrecer a mis hijos un ambiente más seguro. Muchas gracias por lo que hiciste por ellos.
Estreché su mano y me fui.
¡Gracias!– gritaron los tres niños al unísono, mientras yo me alejaba.
Ahora, cada vez que paso por el mismo 7-eleven a buscar unos panecillos y un jugo de naranja, despierta en mí no sólo el recuerdo del amigo que marcó mi infancia, sino también, el recuerdo de mi amigo Ulises.


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