Última carta - Julissa L. Conde



Hola:

Hace mucho que no te escribo, pero hoy sentí la necesidad de escribirte y repasar nuestra historia.

Nos separaban 2062.1 kilómetros de distancia, más o menos un día de viaje en carro. Aún recuerdo esos días eternos que pasaba en Nayarit contigo. Me mataban el calor y los mosquitos, aún así, era la niña más feliz del mundo. Cada año esperaba con ansias que llegaran las vacaciones de verano o navidad para poder hacer mis maletas y recorrer medio país para encontrarte. Amaba el transcurso de Tijuana hasta tu casa; el movimiento rítmico del camión y los árboles que pasaban veloces por mi ventana y quedaban atrás en la carretera.

Incluso ahora puedo recordar el olor del pueblo, olía a plantas y tierra mojada, también recuerdo el olor a café de olla que mi abuela preparaba por las mañanas y a sus tortillas recién hechas; sin embargo, el olor que más tengo presente es tu perfume. A veces, cuando voy caminando entre mucha gente, lo percibo. Alguien pasa a mi lado con un perfume similar al tuyo y te juro que el tiempo retrocede doce años. Vuelo a ser esa niña descalza que deambulaba por la casa buscando a alguien para contarle mi anécdota más reciente o alguna historia que se me ocurriera en el momento. Ahí es donde entrabas tú.

Siempre sabía dónde encontrarte. Un pasillo largo, el cuarto de mi tía, la sala, después la puerta de entrada permanentemente abierta y ahí estabas, meciéndote una y otra vez en tu vieja silla que rechinaba en cada movimiento, con el periódico en la manos y tu mirada impasible. A tu lado me puedo visualizar a mí, sentada en el banquillo que robaba de la sala para poder sentarme contigo y fingir que también leía el periódico, aunque no había nada en el mundo que me interesara menos que leer las noticias. Entonces te interrumpía y comenzaba a contarte sobre mi vida en Tijuana, cuál era mi caricatura preferida, quién era mi profesor favorito y el porqué el color azul me parecía el más bonito de todos. Ahora que lo veo en retrospectiva, que paciencia la tuya para aguantar la cantidad de palabras que salían de mi boca. Mi mamá me señaló que yo tenía la capacidad de no callarme nunca. Sin embargo, tu siempre aguantaste como los grandes. En cada ocasión me mirabas divertido con esos ojos que me heredaste, y sonreías a medias con cada cosa que decía antes de bajar la vista y continuar con tu lectura. Casi nunca decías más de un par de oraciones, no solías expresar gran cosa, y aun así, me parecías el ser más magnífico que había pisado la tierra y la mejor compañía del mundo.

Pero un día mis vacaciones se acabaron y mis visitas se hicieron cada vez menos frecuentes. Dejé de ir cada que tenía vacaciones. Pasé a visitarte una vez al año, después cada dos, y un día nunca volví. Primero fue debido a las diferencias entre mis papás y después simplemente fue que crecí. Ya no estaba interesada en los días en el pueblo, las insoportables horas de viaje, el calor sofocante y mi celular que se quedaba sin señal. Ahora tenía prioridades aquí ¿cómo iba a dejar mi cómoda casa y a mis amigos para ir a pasar mis días en medio de la nada? Así que paso el tiempo y me olvidé de ti.

Recuerdo esa tarde en 2015 mientras platicaba con mi mamá y le dije que quería ver a mis abuelos. Esas palabras la sorprendieron a ella tanto como a mí. Ni siquiera yo sabía de dónde salió esa repentina necesidad. Pero insistí tanto que un mes después me encontraba tomando un vuelo para ir a verlos.

El pueblo no era como lo recordaba, tenía cuatro años sin estar ahí, todo parecía más pequeño y sucio que en mis recuerdos de la infancia. Ya no iba descalza por la vida ni hablando sin parar, me sentía una intrusa e incluso tu casa había perdido su magia, sentí que ya no pertenecía a ese lugar... Luego te vi, tengo grabada en mi mente esa imagen, tú sentado en la misma mecedora vieja con tu camisa abierta y el periódico en tu regazo. Exactamente igual que cuando yo tenía siete años. Pero ya no los tenía, ahora yo era grande y tú te veías muchos más cansado.

Me senté a tu lado y hablamos sobre mí, lo que había hecho en esos años y lo que iba a hacer en el futuro. Todavía conservabas esa sonrisa a medias y ese olor a algo fresco. Es lo que me llevé de ti en ese viaje y debo admitir que al irme me sentí en paz.

Un mes después recibí la llamada de mi papá en la que me decía que te habías ido, que estabas en un lugar mejor. No te imaginas cuánto deseé haberme quedado aunque fueran cinco minutos más al lado de tu mecedora y hablar sin parar como antes, o simplemente verte ahí o que no te hubieras ido.

En fin, de nuevo estoy hablando mucho y ya es momento de despedirme. Como última cosa quiero que sepas que donde sea que estés, siempre te llevo conmigo. 

Nos vemos en el próximo viaje.

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