Transición: call centre story- Zarina




Jamás pedí ésto. Así llegó. De la nada. Un simple mensaje de texto de una prima, invitándome, y no tanto tiempo después acepté la propuesta. Era ahora o nunca. Muchos me dijeron que terminaría aquí. Qué ironía.


No tenía expectativas de ésto, pero estaba lista. Al grano. Faltaba tan sólo realizar una prueba, por cierto el examen de inglés más difícil que he hecho en mi vida. Si lo aprobaba, ya estaría dentro, y tomaría esta buena  oportunidad. No es que fuera la gran cosa, pero para mí sí lo era.


Llegó la oportunidad y la tomé. Pronto empezaría la universidad, a  independizarme, ¡a trabajar pues! Ni modo que me fuera a vivir por mi cuenta, eso ya sería demasiado bueno. Pero pagar los servicios públicos y la renta junto con impuestos… ¡no gracias!


Pronto me encontraba subiendo las escaleras de un edificio pequeño, con un ambiente fresco y profesional. En ete momento me dirigía al entrenamiento, o más bien capacitación, pero nada sorprendente. Excepto por la gran cantidad de testosterona que abundaba en este espacio. Yo era, digamos… la única vagina ahí.  Sin olvidar lo pequeña que me sentía en ese momento. Desde ahí mi vida cambió.


¿Y desde ahí, mi vida cambió?


Mi visión analítica repasaba a cada uno de los integrantes del grupo. Y bueno, aquí teníamos a un joven de veintisiete años que había salido de la cárcel apenas hace unos meses, de buena apariencia y vestimenta. A su lado, un hombre totalmente calvo que hasta le brillaba la mollera que era difícil de evitar ver, y tenía una personalidad muy… extravagante, algo estaba. El siguiente hombre era un señor que solía ser policía en Chula Vista, pero que no pudo continuar patrullando en su genial moto de oficial. Me imagino que era la cura de ser policía, perseguir gente en moto. Al rincón de la mesa estaba un pizarrón, bueno, lo digo porque ese tipo tan alto sí que tenía tatuajes. Él había mencionado que  quería un cambio en su vida -y por cierto, no fue el único que dijo eso-, por eso se encontraba en la misma sala que yo. En la misma mesa que yo, a mi izquierda, estaba un señor de cincuenta años, un maestro de universidad de gran carácter, pero había algo especial en él y no sé si era bueno o malo. Y a mi lado derecho estaba un joven de veinte años, con el que más me identifiqué y predije que seríamos buenos colegas por la nula diferencia de edad, además de que él era estudiante. Pero alguien se me olvidaba… este señor del cual ni recuerdo su presentación. Era muy callado, pero tenía ojos verdes y pisaba los cincuenta.


Jafet


Jafet fue el primer miembro del equipo con quien desarrollé una pequeña amistad. Es de esos chicos que viven la vida sin preocupaciones y prefiere fumarse un porro antes que asistir a clase, pero nada le quitaba sus habilidades con el inglés, que lo hacían resaltar en la capacitación del trabajo. Lo más probable es que era por sus preferencias a la hierba, y no lo juzgo, dicen que es un buen truco para estudiar para una prueba y mantener la memoria fresca aunque sólo a corto plazo. Recuerdo que cada mañana que nos realizaban un pequeño examen de conceptos, él sacaba la puntuación más alta antes de mí, y todos le preguntamos cúal era el secreto, y respondió lo obvio que supongo ya todos sabíamos.


El tipo tenía vehículo. Siempre surgían las buenas charlas que tenían continuidad conforme pasaban los días. Me dejaba en la parada del camión, y cada vez que fumaba al manejar me daban ganas de quitarle ese cigarrillo y mejor fumarlo yo, vaya…


Su forma sarcástica de ver la vida y su ateísmo no me sorprendían, es la postura de muchos de los jóvenes que conozco hasta hoy en día. Aún así me caía bien, tenía estilo -llevaba un tatuaje en el antebrazo de una huella digital- y me daba un aventón. Eso se aprecia. Es gracioso saber que terminaría yendo a la misma universidad que él y que lo vería en el trabajo también. 


Don Ernesto


La historia de este señor siempre me generaba intriga. Había terminado en este lugar porque lo estaban investigando por sus antecedentes penales en México. Aunque como sus delitos fueron cometidos hace diecisiete años, los oficiales lo dejaron pasar. Don Ernesto era policía en los Estados Unidos, ahí vivió una parte de su vida donde tuvo esa oportunidad, pero la indagación de sus crímenes menores cometidos lo obligó a regresar a México. El cambio de residencia drástico afectó sus pagos, y claro, por la indudable diferencia de salario. Él describió el acontecimiento como algo injusto porque los crímenes cometidos desde hace tanto tiempo en otro país no deberían contar, y como él explicó, ya había cambiado su persona como para volver a cometer un delito, y más aún porque era policía. ¡Qué cosas!


El señor tenía dos hijas pequeñas, por como las describió, podía notar que las veía seguido. No quise imaginar lo difícil que fue para él trasladarse de vuelta a este país. 


El día que me presenté personalmente con él entablando una conversación durante el receso, me preguntó sobre el significado de mi nombre. “Reina de Rusia” es lo que significa, y eso despertó su curiosidad, y más porque mi segundo nombre es ruso también. Ernesto tiene una hija que tiene el mismo nombre que yo - mi segundo nombre-, y su cara estaba tan iluminada al pensar en ella que hasta me dieron ganas de tener un pequeño descendiente.


Don Luis


Ese pinche viejo, tan testarudo pero no ignorante, no podría terminar de describirlo, pero empezaré diciendo que el señor era un maestro de escuela universitaria, que también enseñaba por su cuenta a domicilio a la persona que solicitara sus enseñanzas. Hasta aquí un perfil decente de don Luis, continuaré…


El individuo de cincuenta y un años vivía con su esposa, quien por producto de una infidelidad tuvo una hija, quien fue adoptada por el señor a pesar de eso. Tenía otra hija de mi edad, y siempre me hablaba de ella, de su época de rebeldía.


Luis se fuma cinco churros diariamente al término del día. Sufre de presión alta, y se vio en la necesidad de adquirir estas “varitas mágicas” porque las medicinas al parecer le eran muy aburridas. Una que otra vez en las salidas de las capacitaciones solíamos ir todos en el auto de Jafet por el raite y antes de subir, don Luis se reunía con un joven para comprarle una onza. Canijo el viejo. No podía vivir sin su kif.


De pronto faltó un día, luego otro. Resultaba que se le había subido la presión por andar fumando al wey. Le reñimos para que se calmara, porque su esposa, quien no era tan apegada al concepto de esposa -más bien compañera-, no aceptaba el hecho de que el hábito del hombre que vivía con ella fuera ese... y tomarse una caguama los viernes. La preocupación provenía por sus hijas, porque era inaceptable que vieran a su padre así. Cada quien su vida. Eso no es nada.


Don Luis, el señor veracruzano de mal genio con un amplio vocabulario de descortesías, que padecía de alta presión y con una familia disfuncional, me dejó en claro una lección que nunca olvidaré mientras siga joven: “Tú haz lo  que se te de tu chingada gana, estás bonita, joven, sal a divertirte, ponte unas pedotas, y sal con todos los chicos que puedas, porque cuando te cases o tengas novio, no vas a disfrutarlo mijita, primero lo primero, haz tu desmadre”. Tiene su punto, pero yo lo interpretaría más como “disfruta tu juventud”. Me dí cuenta que todo llega a su fin, la belleza, el lindo cabello, la energía para las desveladas, la memoria… todo eso pronto no estará en mí, es por eso que armonicé con la filosofía de don Luis.


El viejo dejó este trabajo. “Yo no sirvo ni pa’ puta madre. A mí ponme un pizarrón y pelada te doy una clase bien chingona y lo que quieras. Pero ponme a atender llamadas y aparte traduciendo, me cago en mi madre”. Estas fueron sus últimas palabras antes de largarse.


Sí, Don Luis nos advirtió que era bien majadero. Y vaya que sí. Qué agradable sujeto.


Isaac (“Aisak”)


Siempre le notaba algo raro a Isaac, pero era obvio. Obvio. Esa actitud de niño adolescente y a veces hasta de seis años lo evidenciaba mucho. Tenía más de treinta años, incluso tenía pareja, de la cual hablaba cosas buenas y malas. Ni siquiera él se ponía de acuerdo consigo mismo en lo que decía. Doble personalidad diría yo. Baja autoestima.


Aisak -así le decíamos porque Isaac es pronunciado de esa manera al ingleś-, tenía adicciones. Estaba en el proceso de desintoxicación, pero lo empezó una semana después del primer día en capacitación, así que notamos sus ataques de abstinencia tras la sanación, y se le prohibió el café por las mañanas. Por cierto, ésto no evitó su ruidosa personalidad que desconcentraba durante los entrenamientos, así como sus cambios de humor repentinos y menosprecio hacia su persona. Era más que evidente, porque no llevaba mucho tiempo con la abstinencia, y apenas se estaba adiestrando.


Isaac se quejaba mucho de su esposa. Declaraba que ella le hacía algún tipo de maltrato: que lo insultaba, gritaba, y que le aburría estar con ella. Já. Patético, y yo que un día los vi en la parada del transporte bien agarraditos, y hasta me la presentó. De verdad que este pelón era patético.


Él me dijo una vez: “Llegué el otro día todo high, y por eso se me grababa toda la información de la clase”. Le pregunté sobre qué había consumido. “Cocaine”, responde mi calvo compañero, refiriéndose a esta droga hecha de la flor con alcaloides.


Nunca había presenciado un ataque de abstinencia, Isaac me hizo el favor de verlo. 


Le deseo lo mejor a ese hombre.



Juan Carlos (“Jotacé”)


Pizarrón. Juan Carlos. Jotacé. 


Jotacé era la pronunciación de la letra “J” con la “C”, como abreviación de “Juan Carlos”. El alto y moreno caballero, no tan educado por cierto, había dicho que llegó a trabajar para salirse de lo rutinario, cambiar para bien. No quiero hablar de prejuicios, pero a pesar de sus tatuajes y antecedentes, yo le tenía fe. Él fumaba mucho, y la verdad siempre me dio curiosidad compartir un cigarro con él, pero lo único que escucharía sería él quejándose sobre lo injustos que eran en los call centers. Esperaba que se alivianara y entendiera que tenía que salir de su mediocridad. 


Siempre tendré esa escena en mi memoria cuando llegó con piquete de araña bien preocupado, que hasta faltó un día para ir al Seguro Social. La arañita había atentado contra su antebrazo y nuca. Le había dado duro, le dejó una maldita erupción. En serio parecía que esa madre cobraba vida. 


Lo que nos preocupó a todos, fue cuando dejó de venir. Así de la nada. Y todo empezó a partir del  día en que supuestamente su madre se había quedado afuera de su casa y no tenía llaves. Juan Carlos se supone que iría a quitar la chapa de la puerta y volvería a trabajar. Nunca volvió ese día.


Empezó a faltar seguido, siempre quejándose de su sueldo, reclamando que eso era injusto, y yo siempre lo regañaba: “Pues no vienes nunca man”, pero reprochaba.


Reproches. Reproches.


Pronto desapareció. Me lo encontré un mes después en el banco, iba a retirar su sueldo de ese trabajo del cual se quejaba tanto. Recibió sólo seiscientos pesos por su semana. Ahí fue cuando me decepcionó, nunca puso empeño como lo solía decir. Esa misma tarde me invitó a que me hiciera un tatuaje con él, en el estudio de su casa, incluso me pidió que lo refiriera a amigos diciéndome: “Dile a tus compas que se tatúen conmigo”, qué cabroncillo. Por supuesto que no pintaba bien la situación, podría contraer algún tipo de enfermedad por someterme a una supuesta tienda de tatuajes en el hogar de una persona que se desembolsa cada centavo en heroína.


El homie me sacó muchas risas, a ver cuándo me lo volvía a topar.



Iván (“Aivan”)


El atento, y por supuesto con un trunco pasado, Iván. Veintisiete años, con tan solo tres meses de ser liberado de prisión -lugar que él pisó por primera vez a los quince-, fue alguien que me ayudó a tener un panorama de lo que el mundo es en realidad. A pesar de su vida anterior, había adoptado un gran conocimiento a partir de experiencias, y me conmovió, no sólo porque aprendió de sus errores, sino también porque era padre de dos niñas, hermosas, y afortunadas de tener a una figura paterna que a pesar de su juventud, alcanzaba un nivel de madurez que pocos tienen.


A pesar de su mal desempeño en el entrenamiento de capacitación, se le veía compromiso por ser alguien mejor. Claro que seguía teniendo sus defectos. No faltaba el día en que me decía que quería un gallito, o que había gastado mil varos en una salida solamente en alcohol.


Sin embargo se convirtió en mi amigo, y no suelo declarar a cualquier persona como mi amiga, siempre hay que mantener un límite para no salir traicionados después. Llegué a conversar con Iván sobre mis inconformidades hacia mi padrastro y de mis crisis por la presión que llegué a sentir desde que mi madre se casó con un hombre que no es mi padre. Él sólo decía “He worries about you”, y ¿acaso era verdad?, ¿ese hombre que no llevo ni un lustro de mi vida conociéndolo se preocupa por mí?. “Algún día le agradecerás todas esas órdenes y límites que te ponía”, esa era otra de las cosas que me recordaba él muy seguido, pero yo no lo quise aceptar, porque llegué a sentir que sólo trataba de hacerme la vida más difícil. 


Para Aivan no había barreras. Las barreras se las pone uno mismo. 


Me temo que en un futuro ya no volveré a ver a uno de estos hombres.


Aquí me encuentro ya, viviendo una nueva etapa en mi vida: el campo laboral, donde coincido con gente de vicios; mientras intento, al mismo tiempo, llevar una vida como estudiante independiente en la universidad, con nuevos colegas muy parecidos a Isaac, o a Don Ernesto. 


Paso horas sentada entre dos paredes, en un frío y cuadrado espacio, y con un set de audífonos extremadamente incómodos que me dejan una sensación de zumbido en los oídos al final del día. Día a día trato con todo tipo de personas de diferentes nacionalidades y modales. Llamada tras llamada, con la boca cada vez más seca al finalizar cada una. A veces atiendo llamadas de correccionales, y hasta llamadas del 911, de las que sólo el uno por ciento son emergencias de verdad. Esta transición me ayuda a alejarme de una madre tan nerviosa y menopáusica como la mía, y de un padrastro con bipolaridad.


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