La ley de la palma - M. F. Castro



 Aún recuerdo aquel día; el último día de nuestro verano perfecto...

—No quiero arruinar el momento, pero debemos hablar —dijiste con la voz cortada y sin verme a los ojos.— Hoy me voy de la ciudad.

Te encontrabas sentado a mi lado, tan cerca que podía escuchar tu respiración agitada tras la larga caminata que habíamos hecho. Una de tus manos entrelazaba tiernamente la mía mientras la otra sujetaba una lata de Arizona que estabas a punto de terminar. Admirabas el melancólico —pero hermoso— atardecer que parecía pintado por el mismísimo J.M.W. Turner. El sol se derretía sobre el mar anunciando el fin del día, la playa que había sido testigo de nuestro efímero amor guardaba silencio. 

Tenías razón, ya no podíamos posponer aquella charla, debíamos enfrentar la incertidumbre. Había disfrutado tanto ese último mes que olvidé —probablemente de manera intencional— su fecha de expiración. Antes de darte una respuesta cerré los ojos, fue como retroceder en el tiempo. Me vino a la cabeza el día en que nos conocimos. Estabas parado afuera del café donde trabajaba, la perplejidad en tu mirada y el hecho de que no pronunciaras palabra alguna te delataba. Sigo sin saber qué te cautivo. Conforme frecuentabas el lugar, me enamoré de tu 1.88m de estatura, de tus ojos marrones y tu cabello alborotado; pero sin duda, fue tu mente la que me cautivó: inteligencia con buen sentido del humor. Todo lo que había soñado corría peligro. Definitivamente no quería perderte. 

 —Solo quiero lo mejor para los dos, Sebastián—respondí ambiguamente. 

—Estaremos a cientos de kilómetros, no podremos vernos muy a menudo. 

—Además, sería un error descuidar nuestros estudios solo por un noviazgo.

Notaba como las palabras que salían de mi boca se contraponían con mis sentimientos, no estaba siendo sincera. Me preguntaba si de vieja, cuando estuviera sola, sentada en una silla mecedora, con artritis y al borde de la demencia senil, me arrepentiría de esa última frase. Probablemente tú pensabas algo similar, sin embargo, ambos guardamos silencio. Odié mi ego, desprecié tu frialdad, quería marcharme para no prolongar la agonía, pero ante todo, deseaba con cada fibra de mi ser, tener un mundo paralelo al tuyo. Rompí en llanto y me abrazaste con fuerza.

—¡Ese es amor del bueno!— gritó un señor de humilde apariencia, le faltaban algunos dientes, mas eso no impidió que nos regalará una enorme sonrisa.— ¿La amas?

—Sí—respondiste sin titubear.

—Entonces los voy a casar por la ley de la palma. 

Había visto suficientes películas de amor, podía identificar las señales del destino a simple vista. Aquel era el hito de nuestra relación, la presencia del buen hombre que llegó por arte de magia era mi garantía de que tú y yo debíamos estar juntos. No había otra explicación. En ese momento comencé a creer en Dios, San Antonio, San Valentín y hasta en Afrodita, alguno de ellos había enviado a ese ángel para evitar que cometiéramos la tragedia de separar nuestros caminos. 

—¿Aceptas a esta mujer bajo las condiciones de la ley de la palma?—te preguntó con tono pausado pero firme, casi parroquial, mientras enredaba un cacho de palma verde en mi dedo anular.

—Acepto—dijiste con dulzura. 

—¿Aceptas a este hombre bajo las condiciones de la ley de la palma?

—¿Qué implica la ley de la palma? —debía tomarme el asunto con la seriedad que se merecía.

—Todo lo que usted desee dama.

—Acepto.

—Ahora los declaro marido y mujer. Ya puede besar a la novia. 

A partir de ese momento seríamos uno solo. Creía en los milagros del amor, no habría distancia capaz de separarnos. Te regalé el beso más sincero que mis labios han dado. Estaba a punto de agradecerle al serafín parado frente a nosotros por mostrarnos el sendero correcto ante la penumbra.  

—Ahí con lo que gusten cooperar jóvenes—dijo el indigente mientras estiraba su sucia mano hacia nosotros.  

Sacaste un billete de tu cartera y se lo entregaste. Observé cómo se alejaba, llevándose mis ilusiones  entre sus trapos viejos y pedazos de palma. 

—¡Ese es amor del bueno!—se escuchó que alegremente le decía a otra pareja sentada a pocos metros de nosotros—¿La amas?


Publicar un comentario

Copyright © Tijuana cuenta. Designed by OddThemes