Ángeles anónimos - Irene Zamorano



Por fin estaba allí, después de un largo día de viaje en carretera, mi familia y yo habíamos llegado a esa playa soleada que tanto habíamos anhelado. Aquellos últimos meses habían sido un tanto difíciles, cargados de trabajo pesado para mi padre y evaluaciones escolares para mis hermanos y yo. Ahora no habría que preocuparse por nuestras responsabilidades de la ciudad, pues podíamos ser felices unos días lejos de la civilización para disfrutar de unas vacaciones en familia, algo que tanto amamos hacer.


Respiré profundo, aspirando el aroma tranquilizador de la brisa fría característica de las costas. Di un vistazo rápido alrededor y noté como la playa estaba repleta de gente distinta a la acostumbrada en el país. Pasaba entre las personas, arrastrando mis pies en la suave y cálida arena, alzando mi mirada para analizar los rostros de todos los allí reunidos. Me maravillaba al escuchar tantos acentos e idiomas diferentes; disfrutaba de la espectacular. Fui hasta donde mi familia había puesto el área donde tendríamos nuestro picnic. Dejé mis cosas y fui corriendo con entusiasmo a la orilla del mar. ¡El agua estaba maravillosa! Tan refrescante y turbulenta como siempre. Fui chapoteando con mis pies por toda la costa, sonriendo bobamente como si fuera una niña pequeña contenta. Estaba tan feliz que quería compartir mi felicidad con mis hermanos, mis compañeros de aventura que me han acompañado toda la vida. Ellos siempre han compartido algo extraordinario conmigo: su tiempo. Crecer junto a humanos de edad cercana a la tuya es una de las experiencias más maravillosas que una persona puede tener en su vida. Te hacen sentir acompañados, alejando de ti toda idea de soledad en el mundo. 


Fui a pedirle a mis dos hermanos menores que vinieran a jugar conmigo en el mar, pero una expresión amargada en sus rostros me hizo borrar mi creciente sonrisa.

— ¿No vienen?

Pregunté, inclinando mi cabeza como típico gesto de confusión.

— Me voy a quedar aquí a esperar la comida.

Dijo mi hermana mientras se acostaba en la arena. Rodé las pupilas de mis ojos con sarcasmo y olvidé a mi hermana, esperando que mi hermano viniera conmigo.

— ¡Vamos, Fufo! Juguemos con la pelota.

Tomé la pelota del piso y di pequeños saltos de alegría esperando la respuesta de mi hermano, pero él nunca subió la vista de la pantalla de su teléfono celular. 

— ¡Ugh! Iré sola entonces. 

En ese punto me sentía un poco enfadada. Sí, mis hermanos podían ser los mejores compañeros de la historia, pero también son unos amargados de primera. Me fui de allí pateando la arena y dando chancletazos como berrinche de lo molesta que me sentía. Pateé la pelota sin medir mi fuerza y esta salió volando tan lejos que tuve que correr tras ella si no quería perderla.

La perdí de vista un momento. Ya estaba maldiciendo porque probablemente no la encontraría, pero entonces una mano me tocó el hombro por detrás. Pegué un pequeño brinco del susto para darme media vuelta y vi a un muchacho, un niño que era aproximadamente un par de años menor que yo, con mi pelota en sus manos.

— ¿Es tuya? Me pegó en la cabeza.

Dijo el sujeto haciendo una sonrisa divertida. Su acento era extraño, no pude identificarlo del todo pero a juzgar por su aspecto bronceado podía deducir que no era de por aquí. Yo asentí y tomé la pelota con cautela.

— ¡Si! Muchas gracias. 

— ¿Por qué la pateaste tan lejos? Jaja.

Preguntó el niño viéndome como si hubiera hecho algo malo que le parecía gracioso.

— ¡Fue un accidente!

Repliqué sonriendo también, jugando con la pelota que ya tenía en mis manos.

— Oh, bueno. Ten cuidado porque se la puede llevar la marea.

El chico se dio media vuelta, dispuesto a regresar a donde sea que estuviera antes de que yo le interrumpiera.

— ¡Espera! ¿Estás ocupado? ¿Quieres jugar conmigo?

Corrí tras él con la pelota en mis manos. Normalmente no suelo llevarme tan rápido con los desconocidos, pero este chico irradiaba en mí algo de confianza. Además de que si no podía jugar con mis hermanos, era preferible hacer un nuevo compañero que estar yo sola. No desperdiciaría ese hermoso momento en la playa para tener recuerdos estando sola. 

— ¡Bueno! 

Regresó conmigo, aún sonriente.

— ¿Cómo te llamas?

Pregunté amigablemente.

— Neis, ¿y tú?

— Irene. ¿Te gusta jugar volleybol?

— ¡Me encanta! Aunque prefiero el fútbol, pero no podemos jugar a eso en la playa jaja.


El chico era bastante agradable. Era bastante extrovertido, una cualidad que últimamente no había visto en personas de su edad. 

Nos acomodamos en una distancia prudente para poder golpear la pelota y pasársela simulando un juego de volley. Estuvimos un rato jugando, corriendo tras la pelota cuando se nos iba de largo y tirándonos contra la arena para evitar que la pelota tocara el piso, tal como son las reglas del juego. 

Después de un tiempo, ambos nos cansamos. Fui primero yo quien decidió tomarse un rato para sentarse en la arena jadeando y pidiendo un “tiempo fuera” para descansar. Neis se sentó a un lado mío dando un suspiro.

— Te gané.

— ¡No es cierto! Ni siquiera estábamos contando puntos.

 Se echó a reír y se tiró acostado al suelo. Verlo ahí me recordó mucho a mí. Él era como un niño pequeño atrapado en un cuerpo de adolescente de 14 años. Era de esas personas que buscan divertirse y disfrutar con otros. Seguramente también estaba solo, igual que yo, y por eso disfrutamos tanto nuestra mutua compañía.

— ¿Sabes nadar?

Me preguntó cuando se puso de pie y sacudió la arena de su ropa.

— ¡Si! En la escuela tomé clases.

— ¿En serio? Yo aprendí solo.

También era algo egocéntrico, pero de una manera burlona y humilde. Solo buscaba algo de lo que reírse.

— ¿A sí? Pues te reto a una competencia. ¡Vamos a nadar a lo profundo!

— ¡Vamos!

Repitió el niño mientras corría detrás de mí y nos adentramos en el mar. 

Al llegar allá, todo era tranquilidad. Las olas nos mecían al compás de la marea y nosotros nadamos, sintiendo las algas marinas enredándose en nuestros pies. 

— ¿Qué te gusta más? ¿El mar o las albercas?

Pregunté en un momento, por simple curiosidad. 

— El mar, porque es más grande y tengo mucho espacio para mí. En las albercas la gente se amontona mucho.

Yo asentí concordado con su respuesta. Sencillamente el mar era mucho más disfrutable, incluso por otros aspectos. Pero una cosa que no tomé en cuenta es que normalmente las albercas estaban resguardadas por salvavidas, personas que hacían guardia todo el tiempo para cuidar a las personas que podrían tener un accidente y llegar a poner su vida en peligro, algo que en las playas es más difícil de lograr, pues el espacio a vigilar es mucho más amplio. No pensé eso en su momento, y me parecía una diferencia tan mínima que no creí que fuera un verdadero factor a juzgar. 


Estaba tan tranquila y gozosa de la compañía que tenía, que ni siquiera me di cuenta de que inconscientemente me había alejado bastante de donde mi familia estaba asentada. No le di importancia y seguí nadando cada vez más lejos junto a mi nuevo amigo.


En un instante, había llegado tan profundo en el mar que el agua me llegaba hasta la barbilla. Sentía ya como los dedos de mis manos y pies se arrugaban por estar tanto tiempo sumergida en el agua, sensación que me encantaba, pues siempre me ha gustado pasar mucho tiempo nadando. Es de mis actividades favoritas, más que nada porque es muy divertido y me refresca en días de insoportable calor. 


Fue entonces que, de la nada, el suelo se me acabó. Había nadado unos metros más al fondo y me cansé, por lo que quería plantar mis pies sobre la tierra bajo el agua de nuevo, pero ya no sentí el piso. 


— ¡Aah! 

Solté un grito de susto cuando no logré tocar el piso, llamando la atención de mi amigo, quien se acercó a mí preocupado.

— ¡¿Qué?!

Preguntó él mientras me miraba y yo extendí mis brazos enfrente para evitar que se acercara.

— No vengas acá, no alcanzo tocar el piso.

Le ordené mientras intentaba nadar hacía donde él estaba. Neis era más pequeño de estatura que yo, por lo que si el agua me cubría a mí completamente, a él también y por más.

— Mejor volvamos a la costa. 

— Okey.

Acordamos e intenté salir del agua nadando. Neis salió con bastante facilidad y llegó rápido a la parte menos profunda del mar, pero yo no podía moverme bien. Me sentía estancada y cada vez que intentaba tocar el suelo para caminar en lugar de nadar, me hundía tanto que cubría mis ojos.

Me empecé a asustar, pues noté que ahora en lugar de dirigirme hacia la costa, el mar me estaba arrastrando hacia atrás. Cada esfuerzo que hacía por moverme hacia adelante era contrarrestado por una gran ola que jalaba mi cuerpo hacía mar adentro.

Decidí patear más fuerte. Nadar con toda la fuerza que tenía. Me movía bruscamente intentando chocar con las olas para que estas no me llevaran hacia atrás, pero fue inútil. Poco a poco empezaba a ver a las personas de la playa más y más lejos; más y más diminutas.  Cuando perdí totalmente de vista a Neis, entré en un estado de desesperación y grité con todas mis fuerzas.

— ¡¡Ayuda!!

No escuché ninguna respuesta. Solo podía escuchar las fuertes olas acercándose a mí y golpeando contra mis oídos. Unas incluso eran tan grandes que me hundían completamente obligándome a contener la respiración para no tragar agua salada: 

— ¡Ayuda!

Volví a gritar con el poco aire que me sobraba tras haberme sumergido.

— ¡Ayuda! ¡Ayudaaa! ¡Ayuda!

Repetía mis llamados de auxilio cada vez con más desesperación. Ya no podía ver nada, pues mis movimientos bruscos por intentar sacar mi rostro del agua y así poder jalar un poco de aire hicieron que el agua salada entrara a mis ojos y estos ardieran cuando intentaba abrirlos. Estaba a ciegas luchando por mi vida. Ahora ni siquiera podía saber si estaba acercándome a la costa, o si de plano estaba ya completamente en mar abierto. Al pensar esto todos mis ánimos se desplomaron. Mi cabeza se empezó a llenar de pensamientos pesimistas… ¿Qué tal si este era mi final? Puede sonar exagerado ahora que lo estoy contando, pero en su momento parecía una pesadilla.

Ya no quería seguir esforzándome, había estado luchando físicamente tanto tiempo que ahora empezaba a cansarme mentalmente, ya no sentía ánimos para seguir esforzándome para mantenerme con vida. En un momento me distraje pensando en que en realidad estaba todavía en la costa, sentada en la tierra sin tener que preocuparme por mantenerme a flote. Pero eso solo estaba en mi imaginación. 

Intenté abrir los ojos para mirar el cielo. Solo podía ver una gran masa blanca encima de mí. No sé si era una nube o si el cielo había perdido su color celeste, pero me hizo sentir un vacío pleno en mi interior. Como pude, crucé mis dedos y me persigné, pasando mi mano por mi frente, mi pecho y mis dos hombros, terminando con un beso.

-Amen.

Perdí toda mi fe y volví a cerrar mis ojos. Oraba simplemente para que mi muerte no fuera tan dolorosa como me imaginaba. Nadie nunca ha conocido a alguien que ha muerto ahogado en el mar que les pueda decir qué se siente, o qué tan doloroso es el proceso, y me sentía cada vez más aterrada al pensarlo. 

Quien sabe cuánto tiempo había pasado hasta entonces, perdí la noción del tiempo cuando dejé de gritar. Solo tenía una opción, seguir pidiendo ayuda un par de veces más o intentar mantener una respiración estable por más tiempo.

No estoy segura qué fue lo que me impulsó a tomar la primera opción. Si ese iba a ser el final de mi vida, que fuera lo más rápido posible si eso significaba más posibilidades de sobrevivir.

-¡Necesito ayuda! ¡Por favor! ¡Auxilio!

Mi pecho dolió de tan fuerte que grité, deshaciéndome de todo el aire que quedaba en mis pulmones. Fue mi última esperanza; el último aire de vida que sentí antes de rendirme y aceptar mi muerte.

Moriría desaparecida en el vasto océano, como tantas personas que lo habían hecho antes. Me arrepentía tanto de no haber escuchado, de haber hecho las cosas sin pensar en el peligro, y es que jamás cruzó por mi mente que alejarme de mi familia y adentrarme en el turbulento océano era la peor idea que podía tener.  El mundo es peligroso y enorme. Lo peor es que mis padres jamás se llegarían a enterar de lo que pasó con su hija.

 Quería llorar, quería seguir gritando, pero esta vez por tristeza y no por desesperación. Aunque también en el fondo estaba feliz, porque veía mi vida pasar frente a mis ojos y me di cuenta de que en realidad, había tenido una vida feliz y plena. Estaba conforme con lo que había logrado hasta aquel momento, pero no quería que ahí terminara todo. Mi único consuelo era que estaría con Dios en las alturas. Que él me cuidaría y estaría feliz de verme. Metí mi mano entre mi ropa para sacar mi crucifijo y lo apreté con mi puño. Si mi cara no hubiera estado empapada de agua salada, era seguro que se verían las lágrimas recorrer mis mejillas mientras hacía una mueca con la boca intentando sonreír para por lo menos disfrutar mis últimos momentos.

- ¡IRENE!

Una voz desconocida me llamó. Intenté abrir mis ojos, pero no lo logré. Solo pude voltear a un costado donde escuchaba la voz.

-¡IRENE!

Volví a escuchar, esta vez más de cerca. Pensé que ya había llegado al paraíso y que alguien allá arriba me llamaba, pero aun me sentía viva, peleando por mantenerme a flote en el agua.

De repente un fuerte agarre en mi hombro me hizo abrir los ojos de golpe y pude ver a un muchacho. Era rubio, con unos ojos hermosos, pero una mirada llena de angustia. El me jaló del brazo arrastrándome hacia él. Era tan hermoso que pensé que era un ángel, pero se veía muy humano para serlo.

-Irene, descuida. Ya estás bien.

Me dijo y yo lo miré confundida. Atrás de él, otro hombre que vestía de un naranja brillante se acercaba a mi con un salvavidas. Fue ahí cuando salí de mi trance mental y volví a la realidad.

-¡Ah! ¡Hola!

Saludé con una sonrisa. Por alguna razón que no comprendo bien todavía, me sentía bastante tranquila a su lado. Empecé a nadar hacia el hombre más moreno, y este me quiso poner el salvavidas por la fuerza. 

-Descuide, sé nadar.

Le dije mientras lo tomaba del brazo y lo miraba a los ojos. Él ignoró mi comentario y acercó una tabla flotante que podía usar para sostenerme y flotar. Esta tenía una cuerda que ambos hombres usaron para jalarme hacia la costa.

Al acercarme más a la costa, solté la tabla y nadé alegremente hasta ponerme de pie. Salí del océano y fui saltando por la costa tratando de ubicarme para regresar a donde estaba mi familia.

-Niña, espera. ¿Estás bien? Tienes que venir con nosotros.

El muchacho me agarró de la mano y me llevó por la fuerza a caminar entre la gente. Alcé mi mirada cuando escuché muchos suspiros de la gente alrededor. Todos me observaban con asombro. Un montón de desconocidos cubrían sus bocas y fijaban sus ojos en mi rostro, como si estuvieran viendo un fantasma. 

Fruncí el ceño, para regresarles sus miradas con un gesto de confusión. Pronto llegamos a una camioneta grande que estaba estacionada lejos de donde mi familia estaba. Me asusté, pensé en correr, pero pronto me di cuenta de que la camioneta era uno de los puestos de salvavidas. ¡Había sido rescatada! Me sentí avergonzada por no haberlo notado antes.

Me sentaron en una camilla y me envolvieron en una toalla. Yo solo me sequé la cara y dejé la toalla. Me puse de pie y estiré un poco mis brazos. Estaba temblando, no sé si por miedo, por frío o por el inminente cansancio de mi cuerpo tras batallar tanto.

Me relajé un poco y los salvavidas me hicieron un par de preguntas. Querían saber mi nombre, de donde vengo, entre otras cosas personales. Me hicieron dudar un poco de la necesidad de obtener esta información, pero pronto comprendí que solo llevaban un registro de las personas a quienes les habían salvado la vida. Yo respondí con  todo con franqueza, y en un momento miré de reojo la libreta en la que escribían. Tenían allí un registro de cientos de personas. Toda esa gente había sido salvada del peligro del mar antes de mí. Todos ellos ya no estarían aquí de no ser por estos ángeles que ayudan sin deseo de reconocimiento. Solo por el placer de ayudar.

-¡Ey! ¡Irene! ¿Estás bien?

La voz familiar llamó detrás mío, y yo volteé sonriendo al ver a Neis, quien tenía un gesto de pánico en su rostro.

-¡Neis! ¿Qué tienes?

El hombre me miró, estaba sudando y jadeando, como si hubiera corrido un maratón.

-¡Sí llegaron! Fui corriendo a llamar a los salvavidas, pero te había perdido de vista.

Su voz sonaba quebrada. No podía entenderle muy bien. Seguido intentó abrazarme, o eso me pareció, pues se acercó a mí rodeándome con sus brazos.

-Oh… lo siento. No debimos habernos alejado tanto de la costa.

Le dije avergonzada de mis imprudentes acciones. Él me sonrió cuando yo hice un gesto de asombro repentino.

-¡Neis! ¡Llamaste a los salvavidas! Me salvaste la vida… 

-Intenté ir por ti pero estabas muy lejos. Fue lo único que se me ocurrió. Estabas gritando tan fuerte que toda la gente se paró de un brinco y te miraban. Fue horrible, Irene.

Yo solo pensaba en si mis papás se enteraron. Si lo hicieran, probablemente recibiría un buen castigo por alejarme de su vista y poner mi vida en peligro.

Suspiré y me encogí de hombros. En realidad estaba muy risueña como para casi perder la vida. Volví a ver el mar y se me hizo igual de fascinante y hermoso como la primera vez que lo vi.

-Hay que tener más cuidado… podemos seguir jugando ahora, pero creo que tengo que ir a almorzar primero.

Le dije a Neis mientras caminaba rumbo a donde estaba mi familia y mi amigo me siguió el paso. Si mis padres no me encontraban a la hora de la comida, se enfadarían mucho conmigo.

-Ok, te esperaré en la orilla.

Él se marchó y yo regresé con mis papás. Tenían un ceviche de camarón preparado que se veía delicioso y yo me senté en la arena para recibir mi plato y comer tranquilamente. Los observaba con angustia de que fueran a preguntarme algo, pero nunca me dirigieron una palabra.

Al parecer, nadie se enteró de lo que me sucedió. Nadie puso atención a el pánico de la multitud que me divisaba luchar por mi vida, y nunca les dije. Probablemente no lo haga pronto tampoco.

Después de comer regresé hasta donde Neis me dijo que estaba esperándome y no lo encontré. Volteé hacia todo alrededor buscando algún rastro de él, pero fue en vano. Ya no conseguí verlo de nuevo. Quizá tuvo que marcharse, pero me aterra que a él le haya pasado lo mismo que a mí sin un destino tan afortunado.


Cada vez que pienso en aquel día, logró apreciar más la vida. Como un par de desconocidos llegaron a ser mis protectores sin siquiera saber mucho de ellos. Sé que hay personas con corazones e instintos de generosidad tan grandes que ponen en riesgo sus propias vidas para ayudar al bien común. Por eso a todos aquellos que entrenan para ponerse al servicio de otros anónimamente, les debo mi vida. 


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