El día que conocí a un príncipe - Luis Antonio López

 


En el frío diciembre del 2019, una tía de la familia de mi padre y yo nos embarcamos en un viaje por el viejo continente, con un estilo muy austero, para escapar por un momento de tres semanas de la cruda realidad en la que muchos de nosotros vivíamos. Recién arribamos a Bruselas-Capital, cuando nos dirigimos a la estación de trenes del aeropuerto para tomar nuestro siguiente destino: Rotterdam, Países Bajos. 

Al llegar ahí, decidimos parar a comer a un lugar local del centro de la ciudad, en el cual vendían unos panecillos dulces con azúcar. Comimos un poco antes de llegar a la casa de la amiga de Patricia, quien nos daría asilo mientras estuviésemos en Países Bajos. Después de llegar a su casa, nos fuimos a un restaurante cerca del borde de un canal, adornado con luces y motivos invernales de la región. 

Aisha nos preguntaba si el vuelo fue pesado. Patricia le respondía que había un niño en unos asientos más adelante que estuvo las últimas horas llorando sin parar. Yo le dije que me había quedado dormido las once horas del vuelo de Cancún a Bruselas, por lo que no lo sentí nada pesado. 

Patricia se burlaba de mí, diciéndome que por huevón me iba a quedar despierto hasta tarde y no iba a tener energías para el día siguiente. Contesté diciendo que no me importaba si tenía todo el día durmiendo, que igual acababa muerto en sueño en la noche. Ella, entre carcajadas, me repetía que soy igual a mi padre. 

Se acercaba la hora de regresar a la casa de Aisha. Ya estando en el metro, empezamos a platicar de cómo era nuestro día a día. En ello, mi tía curioseaba si tenía yo pareja; y yo, un tanto inseguro de mi persona, le respondí con todo valor que sí, pero no era nada oficial, pues apenas llevábamos un tiempo hablando. 

Durante los días siguientes estuvimos rondando por todo el norte del continente. La Haya, con sus fuertes vientos y Ámsterdam, con sus interminables museos y su olor a hierba fueron un encanto. 

Durante mi estadía en el Moco Museum, me sentí inmerso y abrazado en el espíritu de mi generación. Supe escuchar al arte y los gritos que expresaba con ánimos de protesta social. Fue como abrazar mi espíritu en el sentido común de mi generación.

Al final del día, cogimos un autobús con destino a Copenhague; donde nos esperaría otra amiga de Patricia: Helene. A la mañana siguiente, Helene y su marido nos recogieron de la central de la ciudad y fuimos a desayunar a un restaurante local. El clima era gélido a más no poder. Siendo yo un latino acostumbrado a la sierra árida del norte mexicano, sentía que se me congelaba la barba. 

Como buenos turistas, subimos a un yate que renta el gobierno y nos paseamos por los canales y las costas de la urbe danesa. Al final del recorrido, caminamos hasta el Palacio de Amalienborg, lugar de residencia de toda la familia real danesa. 

Esa tarde siempre vivirá, por lo menos, en lo más profundo de mis escasos recuerdos. Después del palacio, visitamos una catedral al fondo de una avenida. Cuando entramos a la iglesia, había un silencio abrumador, similar al de una tensión fúnebre. Al fondo se veían dos figuras oscuras, envueltas en finos ropajes, a quien todo danés en ese momento guardaba respeto y júbilo a la vez. Al principio no le tomé importancia, y seguía leyendo los escritos crisitianos en danés, aunque no entendía nada de lo que narraban los textos. Después de contemplar la edificación en su interior, iba saliendo de la catedral, cuando me percaté que mi pasaporte no estaba conmigo.

Corrí con toda desesperación hacia las bancas donde me había sentado y donde seguro, según yo, lo había extraviado. Al bajar por la avenida noté una figura que se acercaba hacia mí. Un muchacho de facciones finas y pálidas, más o menos de mi edad, me dijo con una voz grave que encantaría a cualquiera, que se me había caído algo. Era mi pasaporte de nuevo. Era una cara muy fina y encantadora, con una personalidad muy cálida y adorable para tratarse de una ciudad de un ambiente glacial. Con la cara hecha un tomate de lo apenado, le agradecí, después de intercambiar unas palabras más. El resto del grupo estaba cerca de donde había pasado aquella situación, así que no tardé más de 10 pasos en llegar hacia ellos. Tan pronto llegué,  Helene me dijo exaltada que yo había hablado con el príncipe Félix, a lo cual yo palidecí de lo emocionado que estaba, y también de lo apenado que me sentía. Juro que cuando pienso en ese recuerdo y en esos ojos, siento que dejo de existir por un momento. 

Pasaron los días, las ciudades y los recuerdos con ellos. Cruzamos por Berlín, donde los restos lúgubres del muro siguen intactos, haciéndonos recordar que la unión hace la fuerza. Lipsia y Dresde, con su historia nos encantaron el corazón, y nos recordaron las masacres del holocausto con sus monumentos, para no olvidar ni perdonar. 

Tomando otro autobús, el siguiente destino era Praga. La gélida urbe bohemia, llena de cultura y gente fría como el propio clima. Patricia siempre se quejaba que nunca había un clima decente en cualquier ciudad. Lo cual era verdad, siempre estaba helando a cualquier hora del día, pero la experiencia lo valía todo. 

A la mañana siguiente, amanecimos  en Chequia y fuimos a explorar la ciudad, llena de puentes y edificios góticos. Llegando al otro extremo del Vltava, contemplamos el coloso astronómico que indicaba la hora. Su exactitud y su historia, me pusieron a filosofar acerca de la existencia y la razón de ser de renombrada edificación. ¿Cómo?, ¿para qué? y ¿cuándo? me atormentaron el resto del día, intentando descifrar tantos enigmas. 

Al término de la aventura, regresamos a Bruselas, donde esperaríamos veinticuatro horas para tomar el vuelo de regreso  a México. La historia, los palacios, el centro, las tradiciones y los edificios llenaron el alma y la sed de cultura que yacía en mi interior. El palacio de Bruselas, coloso de la realeza y el Atomium me llenaron el deseo de conocer un cachito del reino.

A la madrugada siguiente, empacamos todo de regreso y tomamos un taxi al aeropuerto, tristes de volver a la rutina miserable de siempre. Subiéndome al ave, diciendo adiós a las experiencias y recuerdos formados en un suelo extraño, y a una vida paralela a mi realidad, casi entre lágrimas.  Fue así como culminó no una, sino muchas de las experiencias de mi vida, que guardo, anhelo y aprecio con todo mi corazón.

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